¿Qué hacía las veces de la fotografía antes de la invención de la cámara fotográfica? La respuesta que uno espera es: el grabado, el dibujo, la pintura. Pero la respuesta más reveladora sería: la memoria. Lo que hacen las fotografías allí fuera en el espacio exterior a nosotros, se realizaba anteriormente en la interioridad del pensamiento. John Berger
¿Cuándo una fotografía pierde la memoria? ¿Cómo podría suceder que a una imagen “se le borre la memoria”?
Pregunta inquietante la que se hace este FIFV al cumplir sus 15 años de existencia. Ha dejado la infancia y avanza hacia la adultez. En este tránsito adolescente, interroga su propia memoria.
Hay una relación dialéctica entre memoria y fotografía: la fotografía es portadora de memoria y, al mismo tiempo, la memoria se construye a partir de imágenes (fotografías mentales).
La pregunta sobre la memoria vuelve como resaca, tras la reciente conmemoración de los 50 años del golpe militar en Chile. Palabras como tiempo, memoria e historia quedaron eclipsadas. Parece que LA historia no estaba escrita, sino que varias narraciones se disputaban la “verdad”, desplegando diversos matices, énfasis, interpretaciones, recuerdos y omisiones.
Pero también nosotros, cada uno, construimos nuestro relato. Habitamos dentro de historias que hemos elaborado sobre nuestra vida y que nos proporcionan un sentido de identidad. Esas historias constituyen nuestra memoria.
Para hacer su trabajo, la memoria necesita tanto recordar como olvidar. Si registráramos con precisión cada uno de los hechos, percepciones y experiencias vividas, seguramente enloqueceríamos. La memoria –esa misteriosa operación que sucede en la zona límbica de nuestro cerebro– es producto de un montaje dinámico, que selecciona, registra y omite a la vez.
En el montaje de nuestra memoria seleccionamos algunas fotografías mentales y descartamos otras, influidos más por la emoción que por la razón. Algunas escenas aparecen coloreadas con intensidad y otras borroneadas o totalmente ausentes. Y es que la memoria comparte laboratorio con el procesamiento de las emociones y de los instintos sexuales, que se alojan en la misma zona del cerebro. La neurociencia ya lo ha dicho: los hechos y experiencias que registramos son los que portan una mayor carga emocional para nosotros. La memoria, entonces, es un arte combinatorio: registra elementos de la experiencia pero los selecciona y recombina en un relato.
Ese registro no obedece al tiempo lineal ni ordena los elementos de manera rigurosa. La memoria es tan frágil y opaca como nuestra subjetividad. Su composición es compleja y enmarañada: admite cruces, contradicciones, vacíos, errores, repeticiones, anacronismos e imaginaciones. Las imágenes se yuxtaponen, se asocian o se enfrentan, y generan nuevos significados al relacionarse. Hay también capas más profundas de la memoria y otras más accesibles; hay recuerdos agazapados en el subconsciente y otros que nos obsesionan día a día.
No sólo combina momentos: la memoria (como la fotografía) también registra de manera fragmentaria una misma experiencia. Se ha demostrado que los diversos estímulos que seleccionamos de una misma experiencia son registrados por receptores específicos ubicados en distintas áreas del cerebro. Cuando estamos, por ejemplo, en una fiesta de bodas, grabamos en pistas separadas la música, las conversaciones, los rostros y los sabores. Otros elementos de la fiesta, simplemente los ignoramos: se nos graba la perturbadora mancha de vino tinto sobre el albo vestido de la novia, pero hemos olvidado el menú. Gracias a un proceso sumamente complejo, las conexiones neuronales de estas diferentes zonas se integran y reconfiguran para representar una escena unificada de la situación.
Proceso engorroso, pero crucial. De ninguna manera su complejidad y su carácter aleatorio deberían llevarnos a considerar que la memoria es un “invento”. Despreciar el valor político, ético y estético de la memoria es un acto deshumanizante y violento, y es lo que han hecho una y otra vez los regímenes totalitarios para imponer “su relato” como el único valido. Necesitamos respetar la memoria personal y colectiva para vivir junto a otros; defender su valor testimonial y su capacidad de “dar cuenta” de los hechos. Sin memoria viviríamos en un mundo aún más delirante, quedaríamos sin cultura y sin lenguaje, se borraría nuestra identidad. La memoria nos sostiene, nos da significado, nos permite comunicarnos con otros. Olvidar el nombre de un amigo tiene algo de traición.
La fotografía posee fuerza de prueba. Como portadora de un momento, cada imagen fotográfica es una declaración de que “esto ha sido”. La mejor manera de comprobar que algo existe o ha existido es mostrar una fotografía. La fotografía es, por ello, guardiana de la memoria.
La exhibición con que el FIVF repasa sus 15 años recurre a su archivo para poner en escena un relato que se construye tal como se construye la memoria: selecciona fragmentos, junta imágenes de distintos años del festival emancipándolas de un encadenamiento cronológico, cruza y recombina fotografías diversas, sobrepone tiempos y activa anacronismos.
La yuxtaposición de tiempos genera una dialéctica en la que pasado y presente se afectan mutuamente. Una imagen del pasado viene a reactivar el presente, a transformarlo y, viceversa, una imagen actual echa otra luz sobre el pasado. El pasado, de este modo, no llega al presente como souvenir o como fetiche patrimonial, sino como la intromisión de lo otro, de una diferencia capaz de interferir en el presente.
Este ejercicio de montaje plantea una posible resistencia a la dictadura del relato único: genera identidades híbridas, desamarra los discursos instalados y abre posibilidades de sentido. Como trabajo de memoria, celebra heterogéneo para lograr una imagen no sintética sino caleidoscópica. Tal proceder recupera también las imágenes difusas, esas que están al borde del olvido y que, a pesar de ello, se resisten a desaparecer.
Sabemos, como en el Alzheimer y otras enfermedades, que la memoria se puede perder y eso sucede en las personas cuando hay daño cerebral. Sin memoria vamos arrastrándonos hacia un limbo que nos aísla del mundo: hemos quedado fuera del relato.
Como los recuerdos, para construir lenguaje y significado las fotografías se necesitan unas y también necesitan un otro que las interpreten.
Entonces, regresando a la pregunta, ¿qué podría sucederle a una fotografía para que pierda la memoria?
Tal vez quedar desvinculada de su referente y de otras fotografías que alimenten su sentido; o perder la capacidad de que otros puedan leerla e interpretarla: o quizás, más simple, dejar de interpelar a la memoria de quien la observa: volverse muda. Y, en su silencio, sostenerse como pregunta.