Entre los muros descascarados de esta casa abandonada, cuerpos desnudos ocupan un espacio que ya no les pertenece. 

Habitan un tiempo suspendido entre los escombros, en un diálogo silencioso con aquello que dejó de ser, pero que en su derrumbe, insiste en estar presente. 

La casa en ruinas habla en un lenguaje de fisuras y muros caídos,  cada grieta susurra que la ausencia no es un vacío absoluto, sino una presencia latente que pide ser completada. 

Como la ruina misma, los cuerpos no buscan perfección, sino la presencia. En su desnudez, libres de ornamentos, artificios y pretensiones, se despojan del tiempo lineal, volviéndose fragmentos vivos que flotan entre la memoria y el olvido. 

Deambulan por los solitarios pasillos, se recuestan sobre el polvo del ayer,  reclamando una forma distinta de habitar lo que queda. 

Un modo de ser en lo incompleto, que encuentra refugio en la fragilidad,  donde la ausencia no es carencia sino posibilidad latente. 

Esta exposición no es solo un recordatorio de nuestra finitud, sino también de nuestra capacidad para habitar junto a la ausencia. La ruina persiste en su decadencia, no como un lugar de muerte, sino como el vestigio inquietante de una vida que no termina de irse del todo y que no es solo pérdida, sino apertura a un territorio fértil donde lo que falta abre el camino a lo que podría llegar a ser. 

La desnudez de estos cuerpos y del espacio se convierte en un grito silencioso, en una súplica que resuena con el eco de lo que fue y lo será. Como el cuerpo que reposa en las ruinas, las fotografías nos invitan a habitar el intervalo entre la ausencia y la presencia para encontrar belleza en lo que permanece roto, pues en lo incompleto habita la posibilidad.